Capítulo Seis
Desperté
temprano. El sol entraba por la ventana del taller, haciendo que mis ojos se
resistiesen a abrirse, obligándome a mover el cuerpo girándolo hacia el lado de
la pared; pero mi pensar se resistía, quería despertar del todo y levantarme,
quería ponerme a trabajar en alguna de las esculturas que, desde la cama y
desde una altura más baja que los caballetes y los estantes, me resultaban
diferentes a como las había concebido. Pero los ojos insistían en cerrarse, no
querían saber nada de esculturas, de caballetes, de estantes, libros,
bibliotecas, ni de todo lo que allí había. Yo luchaba denodadamente para
abrirlos, para despertar definitivamente. Sabía, por experiencia, que un salto,
salir de la cama aunque sea a los trompicones, era la manera de ganar la contienda.
Salté. Los pies, dieron directamente sobre las pantuflas que suelo usar
mientras trabajo, pantuflas que me regaló Paloma para un cumpleaños; creo que
es por ello que me agrada usarlas. Fui hacia el baño, higiene, menesteres y
pasé a la cocina para encender el fuego y dar origen al ritual del mate que me
permite cavilar en cada sorbo, como siempre me digo cada vez que ingreso a ese
momento mágico, maravilloso, del pensamiento y del sabor.
Una vez
preparados los elementos, me dirigí hacia los caballetes que sostienen las
esculturas y me obligan a esquivarlos para ver a cada una de ellas. Me detuve
ante la que di en llamar “La escalera por la cual María Mora decidió irse al
cielo” Tema fuerte, intenso en mi sentimiento, dedicada a María Mora, que se
suicidó hace un tiempo; era hija de un amigo escultor, con quien compartí un
buen trecho en mi existencia, hasta que nos distanciamos. A María Mora la tuve
en brazos a los pocos días de nacer, la vi crecer y recuerdo que cuando era
pequeñita corría por el gran fondo de la casa y yo pensaba que si un día tenía
una hija, desearía que fuese como ella. Se trata de una obra que tiene dos
tiempos de apreciación: una pared, divide esos tiempos; de un lado, una figura
que tiene en una de sus manos un paño y se prepara para subir a una escalera
apoyada en ese muro; del otro lado, una figura de pie que sostiene con sus
manos, los brazos extendidos casi en cruz, un paño que la cubre por completo.
Es el símbolo de la muerte, pues la figura no puede verse en su totalidad. El
muro, divide el espacio en metáfora del traspaso de dimensión. María Mora
atravesó el tiempo cronológico, para “pasar” a otro estado. Me cuesta trabajar
sobre esta obra, en particular porque Paloma, mi hija, la que yo había pensado
años antes en que fuese parecida a María Mora en su alegría, en la libertad de
su cuerpo cuando correteaba por el patio de su casa, fue quien me llamó
por teléfono al taller y me dio la
noticia del suicidio. Como un mazazo, un dolor inenarrable. Creo que por ello,
por esa “relación” extraña, es que me puse a trabajar para concebir el momento
en el que María Mora decide irse al cielo. Pero voy lento, doy vueltas en
rededor del caballete, observo, observo y mis manos no se atreven a poner
material sobre las figuras, que se me hacen esperan para ser terminadas y que
se cumpla el conjuro que atempere el dolor.
Dejé de lado
esa obra y destapé una que estaba trabajando en arcilla, de la serie de los
bares de Buenos Aires, que llevaba por título, al menos mientras la trabajaba,
“Sola con todos”. Una figura que está sentada a la mesa de un bar, pero no
enfrentada a ella, sino más bien de costado, como ofreciéndose a los
parroquianos o queriendo estar con ellos, por eso el “con todos”. Abierta a la
comunicación, al encuentro. Una reminiscencia de la Deola de Césare Pavese, que
me permitió la serie Deola de Buenos Aires, dedicada, justamente al escritor
italiano que en agosto de 1950, dijo: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un
gesto. No escribiré más” Escrito en su diario, el 18 de agosto. Nueve días
después, se suicidó en un hotel de Turín, ingiriendo una dosis abundante de
somníferos. Previo a eso, en otro lugar de su Diario, dice: "Uno no se
suicida por amor a una mujer. Uno se suicida porque el amor nos muestra en
nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestra vulnerabilidad, nuestra
insignificancia.”
Mientras
destapaba la escultura, observé la foto de este inmenso que tenía fijada en la
pared y el epígrafe decía: Cesare Pavese, foto tomada en agosto de 1950, días
antes del suicidio.
Este inmenso me
dio a Deola, la prostituta que quiso irse a Turín con el hombre que le había
prometido llevarla luego de una noche larga, pensaba ella en el bar, sentada a
una mesa, mientras se miraba en el frío del espejo.
Cuántas veces
he leído ese poema, esa maravilla de poema, cuántos dibujos hice en los bares
de Buenos Aires, intentando llegarle a Deola, a Pavese, a través de una energía
cósmica y en ese intento, contarle a quienes vieran mi escultura expuesta, cuál
era mi sentir.
La figura me
agradaba, estaba bien construida, la composición de las masas era armónica y
esa obra, tiempo después le haría escribir a Fernando García Curten, la
presentación para una de mis muestras.
Trabajé varias
horas cargando arcilla, dando por terminadas zonas que ya no tocaría. Luego
vendría el secado y finalmente el horneado, que Ricardo, desde su sapiencia,
haría con sumo cuidado, templando el horno en varias veces, para que la obra no
estalle.
La tapé nuevamente
con trapos húmedos y una bolsa de plástico, ordené las herramientas y salí del
taller para ir a caminar por la Avenida Corrientes y finalmente, sentarme a una
mesa en La Giralda a sentir, a pensar o encontrarme con Jacob Wassermann y “El
hombrecillo de los gansos”
© Helios Buira