sábado, 13 de abril de 2013

ALQUILER DEL ESPACIO EN EL TALLER. Y MIS DUDAS

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Capítulo 2

Cuando Mariana se fue, luego de haber visto el lugar y aceptar mi propuesta de pago, quedé pensando que en verdad, nada sabía de ella, qué persona era. ¿Y si había cometido un error? ¿Qué pasaría si era uno de esos seres complicados, que se relacionan con otros a través del conflicto? Amortiguaba estos pensamientos el hecho de que fuera Aldo, amigo de tantos años, quien me la había presentado y él fue testigo de la conversación que tuve con ella, por lo que puedo concebir que, de no ser una persona de confianza, él me habría hecho alguna seña o dado una señal de que no le alquilara parte del taller.
Las dudas seguían. Y Aldo ya no estaba en Buenos Aires para hacerle alguna consulta acerca de Mariana.
Para olvidar, para quitarme esos pensamientos, me puse a trabajar en una de las esculturas que estaban en espera de conclusión
Estaba entusiasmado con la serie de las escaleras, no tenía un nombre todavía, pero sabía que podía decir algo interesante una vez cumplida. Lo que no sabía, era cuándo se completaría, ni cuántas obras serían necesarias para darla por finalizada.

Una vez preparados los elementos, me dirigí hacia los caballetes que sostienen las esculturas y me obligan a esquivarlos para ver a cada una de ellas. Me detuve ante la que di en llamar “La escalera por la cual María Mora decidió irse al cielo” Tema fuerte, intenso en mi sentimiento, dedicada a María Mora, que se suicidó hace un tiempo; era hija de un amigo escultor, con quien compartí un buen trecho en mi existencia, hasta que nos distanciamos. A María Mora la tuve en brazos a los pocos días de nacer, la vi crecer y recuerdo que cuando era pequeñita corría por el gran fondo de la casa y yo pensaba que si un día tenía una hija, desearía que fuese como ella. Se trata de una obra que tiene dos tiempos de apreciación: una pared, divide esos tiempos; de un lado, una figura que tiene en una de sus manos un paño y se prepara para subir a una escalera apoyada en ese muro; del otro lado, una figura de pie que sostiene con sus manos, los brazos extendidos casi en cruz, un paño que la cubre por completo. Es el símbolo de la muerte, pues la figura no puede verse en su totalidad. El muro, divide el espacio en metáfora del cambio de dimensión. María Mora atravesó el tiempo cronológico, para “pasar” a otro estado. Me cuesta trabajar sobre esta obra, en particular porque Paloma, mi hija, que yo había pensado años antes en que ella fuese parecida a María Mora en su alegría, en la libertad de su cuerpo cuando correteaba por el patio de su casa, fue quien me llamó por  teléfono al taller y me dio la noticia del suicidio. Como un mazazo, de un dolor inenarrable. Creo que por ello, por esa “relación” extraña, es que me puse a trabajar para concebir el momento en el que María Mora decide irse al cielo. Pero voy lento, doy vueltas en rededor del caballete, observo, observo y mis manos no se atreven a poner material sobre las figuras, que se me hacen esperan para ser terminadas y que se cumpla el conjuro que atempere el dolor.

Dejé de lado esa obra y destapé una que estaba trabajando en arcilla, de la serie de los bares de Buenos Aires, que llevaba por título, al menos mientras la trabajaba, “Sola con todos”. Una figura que está sentada a la mesa de un bar, pero no enfrentada a la mesa, sino más bien de costado, como ofreciéndose a los parroquianos o queriendo estar con ellos, por eso el “con todos”. Abierta a la comunicación, al encuentro. Una reminiscencia de la Deola de Césare Pavese, que me permitió la serie Deola de Buenos Aires, dedicada, justamente al escritor italiano que en agosto de 1950, dijo: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más” Escrito en su diario, el 18 de agosto. Nueve días después, se suicidó en un hotel de Turín, ingiriendo una dosis abundante de somníferos. Previo a eso, en otro lugar de su Diario, dice: "Uno no se suicida por amor a una mujer. Uno se suicida porque el amor nos muestra en nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestra vulnerabilidad, nuestra insignificancia.
Mientras destapaba la escultura, observé la foto de este inmenso que tenía fijada en la pared y el epígrafe decía: Cesare Pavese, foto tomada en agosto de 1950, días antes del suicidio.
Este inmenso me dio a Deola, la prostituta que quiso irse a Turín con el hombre que le había prometido llevarla luego de una noche larga, pensaba ella en el bar, sentada a una mesa, mientras se miraba en el frío del espejo.
Cuántas veces he leído ese poema, esa maravilla de poema, cuántos dibujos hice en los bares de Buenos Aires, intentando llegarle a Deola, a Pavese, a través de una energía cósmica y en ese intento, contarle a quienes vieran mi escultura expuesta, cuál era mi sentir.
La figura me agradaba, estaba bien construida, la composición de las masas era armónica y esa obra, tiempo después le haría escribir a Fernando García Curten, la presentación para una de mis muestras.
Trabajé varias horas cargando arcilla, dando por terminadas zonas que ya no tocaría. Luego vendría el secado y finalmente el horneado, que Ricardo, desde su sapiencia, haría con sumo cuidado, templando el horno en varias veces, para que la obra no estalle.
La tapé nuevamente con trapos húmedos y una bolsa de plástico, ordené las herramientas y salí del taller para ir a lo de Ricardo, que ya había horneado otras esculturas y yo estaba ansioso por verlas.

© Helios Buira

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