59
Quise escribir
un cuento sobre la vida de una silla.
Pero no la vida
física o vital, orgánica o humana, sino, la vida de la silla en la vida de las
personas con las cuales ella convivía en una casa, allá por el barrio de
Floresta.
Hice intentos
de todo tipo, escribí pilas de hojas, borradores, que luego iban a parar al
tacho de basura.
Decidí, claro
está, decirme a viva voz que no soy escritor y mucho menos, escritor de
cuentos. Algo tan natural, tan inmediato para tantos escritores a los que le
brotan como agua de manantial.
Algunos de esos
escritores me dieron el honor de su amistad, con ellos hablamos en varios
encuentros acerca del arte, de la literatura, del maravilloso mundo de la
expresión donde se dicen cosas cuando se las tiene para decir.
Cuando se las tiene para decir… Ellos
encuentran cómo decirlo.
Por lo visto,
nada tengo para expresar a través del cuento. Si no fuera así, entonces, la
historia de la silla, hubiese salido a la luz.
No pierdo las
esperanzas, quizás en algún momento me llegue algo así como una invocación y
allí aparezca un soplido, una ensoñación o eso que llaman inspiración y pueda
concretar el cuento, hacerlo real, leíble.
Mientras, me
sigo deleitando con lecturas y sigo gozando, a la vez que por momentos
sintiendo dolor o estados de ánimos encontrados, según lo referido por mis
amigos, en narraciones hondas, intensas, con un manejo impresionante de los
tiempos literarios; me refiero al tiempo-destiempo en el cual suceden las
historias que ellos cuentan maravillosamente.
Abelardo
Castillo, lo hace casi hasta diciéndonos no sólo de que se trata la narración,
sino que agrega en un párrafo, lo que uno leerá luego en otra página y de
inmediato vuelve a un presente determinadísimo, para después pasearnos por
alternativas del pasado y del futuro en la vida del personaje, contadas, claro
es, en ese presente en el que uno lee.
Un maestro.
Lo mismo puedo
decir de Liliana Heker, memorando
uno de sus cuentos que, desde mi subjetiva apreciación valorativa, es tal vez,
uno de los mejores que se haya escrito sobre la vida de un boxeador, el clima
del boxeo, el mundo del boxeo, sin que ella mencione todo ese mundo, sin
hablarnos de un gimnasio, de un ring, sino, solamente, del boxeador y su
familia, con el acontecer que ello implica. Y una radio en la cual, su esposa e
hijos, escuchan las peleas que el padre, esposo, protagoniza. Me refiero al
cuento Los que vieron la Zarza.
Y Marcelo Caruso. Otro. Su libro Un pez en la inmensa noche, es casi completo. Digo,
completo en calidad, en hondura, en belleza. El cuento que le da título al
libro, es un sopapo para despertar del letargo en la vida de rutina, de
resignación en la cual se vive por estos tiempos, donde la mediocridad todo lo
domina.
También, Sylvia
Iparraguirre. De la misma manera, ella, como Abelardo -su esposo-, Liliana y
Marcelo, escribe con intensidad, suelta palabras como cuando uno deja caer
semillas en la tierra para que luego den sus frutos.
Mario Capasso.
Cuenta lo cotidiano como sólo él puede hacerlo, y dándole a eso cotidiano que
podemos “ver” a diario, un viso de eternidad. Lo embellece.
Reitero, tengo
el honor de la amistad, la suerte de saberlos, de compartir noches maravillosas
en sus respectivas casas, disfrutando, sólo disfrutando.
Recuerdo a
Marcelo llegando una tarde a mi taller, contándome acerca de una novela que
estaba escribiendo, una tarde en la cual yo estaba dando clases, y la clase
pasó a ser ese encuentro con él, que me preguntaba acerca del Aleijadinho, que
quiere decir el lisiadito y no es otro que Antonio Francisco Lisboa, que nació
allá por 1730, según dicen algunos, en lo que hoy es Ouro Preto y el
sobrenombre o apodo de lisiadito le viene porque según parece ser, tuvo una
enfermedad que le fue destruyendo las manos y luego los pies (¿lepra?) Pero
dejó unas esculturas de una belleza inconmensurable, de una belleza comparada,
si es que el arte acepta comparaciones, a las obras de Miguel Ángel.
Marcelo
preguntaba, yo respondía (los alumnos escuchaban) lo que sabía o recordaba de
ese artista, pasando luego a hablar de Fernando García Curten -otro inmenso-,
de sus esculturas hechas con deshechos; eso que la sociedad tira como
desperdicio, entonces Fernando los junta y hace obras de arte. Bellísimas,
intensas, feroces.
Y Marcelo
insistía, indagaba, esperaba respuesta quería saber más. Claro, estaba
escribiendo su novela Brüll, que de alguna manera, el sentimiento para poder
escribirla, lo tomó de Fernando y es por ello que a él está dedicada.
Hace poco, nos
encontramos nuevamente en un bar Esta vez, hablamos acerca de la
esclavitud, de dónde y cuándo llegaban los esclavos aquí, a la Argentina, de
cómo eran castigados, también sobre la contratación de un verdugo para que hiciera justicia, se
lo trajo desde otro país, me contó acerca de uno de estos esclavos, negro él,
fue abandonado en una casa de notables, al nacer, recogido por esa familia,
criado allí como si fuera un blanco, y toda esta conversación, me hace saber
que está trabajando en una novela que tratará sobre la esclavitud en América
Latina, y seguramente, al igual que Brüll, será intensa, profunda y uno no
podrá dejarla una vez comenzada su lectura.
Y es así que la
amistad con estos estupendos escritores, no fue contagio alguno para que yo
pudiese escribir la historia de la silla, una historia que comienza cuando una
pareja joven, gente trabajadora, ella en su casa tejiendo, planchando para
afuera, él como plomero, haciendo
trabajos en casas de los vecinos que requerían sus conocimientos; una
especie de sabelotodo en materia de reparaciones. Eran queridos en el Barrio,
allá en Floresta.
La esposa quedó
embarazada. Así salió él a trabajar con mayor intensidad, día a día, hora a
hora, pues pronto habría una boca más en la familia para alimentar.
Buscaba yo
recuerdos, personajes del barrio cuando allí vivía, trataba de imaginarme a
fulana y a mengano para hacer de ellos los personajes, recordaba charlas,
amigos, todo para ir llenando eso que dicen algunos autores cuando hablan sobre
el arte de escribir, qué, teniendo el inicio y el final de la historia, lo
demás, es fácil. Se pone lo que hace falta y listo el cuento.
Mentiras. Al
menos para mí. Tengo el inicio, el final, pero jamás pude dar con “eso fácil”
que hay que poner en el entretanto.
La idea fue que
cuando nació el niño, los vecinos iban a la casa a saludarlos, como era
costumbre, con regalos para el recién nacido y augurios de felicidad eterna.
Uno de estos
visitantes fue Don Giuseppe Morávito, el carpintero, que con “sus propias
manos”, como le dijo a la madre del niño, le hizo una silla para que se sentara
sobre ella al tomar la leche o cuando creciera para hacer los deberes de la
escuela.
Todo era
algarabía, festejos. Duró varios días esta cosa de las visitas. Cuando llegó la calma y volvieron a la vida normal, el padre del niño (al que nunca pude
encontrarle un nombre) salió a trabajar, por aquello de la nueva boca que
alimentar. Se iba por la mañana muy temprano y volvía por la noche, cansado,
pero, sabiendo que se ganaba el día, como el pan.
El niño crecía.
La madre lo
veía crecer. Estaba feliz.
Mientras ella
planchaba, la ropa que terminaba la ponía doblada sobre la silla que Don
Giuseppe le había hecho, porque el niño era muy pequeño todavía para usarla. O,
el padre, cuando llegaba por las noches, ponía sobre ella la caja de
herramientas, o en otros momentos, se apoyaban diversos elementos, cosas que
molestaban en el camino, como juguetes, o la misma plancha, o lo que fuere.
El niño seguía
creciendo.
Cuando llegué a
esta instancia del crecimiento del niño dejé de escribir por un tiempo, porque
no sabía como seguir.
Y allí me
esperaba el cuento. Volvía, pero nada.
En un momento
de algo parecido a una inspiración, decidí, en un acto de arrojo, matar al padre.
Sí, el hombre, luego de tanto trabajo, horas y horas, en verano, en invierno,
sobre todo en esta estación, contrajo una enfermedad pulmonar que lo llevó a la
tumba.
Por aquellos
años el niño ya era un adolescente y salía junto con el padre a realizar los
trabajos, aprendiendo el oficio. Al morir éste, el adolescente se hizo cargo de
los pedidos de reparaciones que hacían los vecinos.
¿Y la silla?,
me preguntaba.
Mientras me
hacía la pregunta, imaginaba que la iban corriendo de lugar, que la sacaban de uno
para ponerla en otro, porque era casi un estorbo. Solamente, la habían
utilizado como lugar de apoyo. Al final, la madre le encontró un lugar fijo en
la cocina y allí quedó, pareciendo ser un estante más donde iban ollas, cajas o
lo que se necesitara apoyar.
También me
interrogaba sobre el crecimiento del joven, cómo serían sus días, si hacía
falta darle a la narración un sentido descriptivo en cuanto a imágenes,
exhaustiva, de acontecimientos o lugares de la casa, detalles, cómo se veía el
barrio por aquellos años (si es que el cuento transcurría en un tiempo lejano) cosa
que me permitiera llenar aquello que hacía falta entre el inicio y el fin del
cuento. Las dudas.
Todo, pensado o
anotado en el borrador, leyendo a otros autores buscando ayuda, recorriendo la
Web; aparecían algunas situaciones que me agradaban, pero no encajaban en el
todo y no era cuestión de comenzar a cada rato tratando y tratando, todo, sin
posibilidades de enganchar una cosa con la otra.
Mientras esto
pensaba, murió la madre del joven. Quedó huérfano, más o menos cuando tenía
unos veinticinco años. Ya era casi un Oficial Plomero, cuestión que su trabajo,
lo tenía asegurado.
Pero entró en
una profunda tristeza. A la vez que en una especie de abandono de sí, abandono
de su persona. Ya en el barrio no lo veían bien vestido, la misma camisa
durante la semana, pantalones sin planchado, barba de varios días y muchos de
los viejos vecinos, comentaban con tristeza sobre cómo lo veían “venirse
abajo”.
Don Giuseppe
también había fallecido. Era uno de los vecinos con los cuales el joven tenía
conversaciones más o menos prolongadas, cuando no salía a cumplir con su
trabajo.
Los cercanos,
también se dieron cuenta de que sus salidas con la caja de herramientas se iban
espaciando; lo veían concurrir a La Esponja, el bar de la esquina de Segurola y
Camarones; allí pasaba varias horas, taciturno, sin hablar con los otros
parroquianos, primero con varios cafés al día, luego con algún vino blanco,
finalmente, una copita con grapa que el
mozo, Fernando, llenaba por varias veces.
Así el
deterioro físico, así también la casa, pedazos de mampostería que se
desprendían como se desprendían pedazos de la vida de aquel que fuera el niño
casi mimado por los vecinos.
Todos esto, era
lo que pensaba, lo que creía que podría escribir, pero no me atrevía a
incluirlo en lo que ya tenía guardado en el cuaderno de anotaciones.
La cosa es que
el muchacho enfermó.
Doña Olga, la
vecina de la casa lindera, cuyos fondos se comunicaban, comenzó a llevarle
algunas comidas, a limpiar la casa, a darle los remedios recetados por el
Doctor Selmonosky, ya viejito, que lo había atendido cuando pibe, hasta que
cierta tarde, el joven estando en la cocina, mientras Doña Olga lavaba el plato
en el cual había comido, se descompuso y la mujer, alcanzó a sostenerlo para
que no cayera al piso y desesperada, por la angustia y el peso del joven, atinó
a tomar la silla que estaba en el rincón, aquella silla que durante años y años
había estado allí, desvencijada por la cantidad de cosas que habían
apoyado sobre ella y por el paso del tiempo y lo sentó, como pudo, dejándolo, para ir a llamar al doctor.
Cuando el médico llegó se acercó a la silla,
lo tocó y le dijo a Doña Olga: «Está muerto».
© Helios Buira